viernes, 27 de mayo de 2011

Allí, de donde yo vengo

He vivido los últimos 15 años en México, en el Distrito Federal, un lugar donde la violencia, la inseguridad, la pobreza, la desigualdad social, el secuestro expres o la impunidad de la policía y el narcotráfico son asuntos del día a día que hay que llevar con resignación, tristeza y desencanto. “Aquí la gente no se queja”, pensé en un primer momento, cuando llegué a vivir a aquella inmensa ciudad. “Allí, de donde yo vengo, la gente protesta enseguida cuando algo va mal”, decía orgullosa. Claro, allí, de donde yo venía, a la gente no la apaleaban o “desaparecían” por abrir la boca.
      Llevaba mucho tiempo alargando el deseo de volver a mi ciudad natal, Barcelona, hasta que un día me di cuenta de que si dejaba pasar más tiempo, terminaría por no volver. Así, que lo hice. Dejé todo lo que tenía en aquellas tierras y me vine con dos maletas dispuesta a volver a integrarme a la que consideraba una ciudad ejemplar en cuestiones de urbanismo, ética, conciencia social, que además fomentaba la cultura y contaba con un gobierno no corrupto que representaba a sus ciudadanos.
      Por supuesto, era un sueño y el panorama que encontré fue muy distinto al que yo recordaba: no había trabajo, ni demasiada indignación por ello, conciencia social, la justa, las personas parecían vivir en un idílico mundo de consumo y distracciones, el fútbol y las discusiones de dos grandes partidos políticos abarcaban gran parte de los medios de comunicación, y en la calle, todo en orden.
      Un gran escaparate ordenado y silencioso se ofrecía a los turistas y a los habitantes de la ciudad y a primera vista parecía una ciudad tranquila, ordenada, multicultural. Asuntos como la corrupción política o el paro indignaban un poco, pero ahí quedaba la cosa, quizás alguna burla inocua en algún programa de televisión, algún correo electrónico con quejas y propuestas…., y una no podía creer, al caminar bajo ese orden aparente que la crisis fuera cierta. A menos que buscara trabajo. Ahí, algo fallaba. Pero cinco millones de casos aislados buscando integrarnos al mercado laboral éramos sólo estadísticas y “casos particulares”, cada uno, con sus propios problemas.
      Y de pronto, llegaron ellos. Y dijeron: “no a lo que tenemos, “sí, a un mundo mejor”. Y salieron a la calle. Entonces me di cuenta de que no era la ciudad la que dormía, era yo, y conmigo, muchos más. Desde las plazas, grupos de gente indignada de verdad pedían solidaridad y cambios. Cambios fuertes y profundos que requieren ser bien pensados y que llevan su tiempo. Cambios que no pueden llevarse a cabo en una semana y que requieren de la solidaridad de todos, porque son para todos. Sentí simpatía y solidaridad inmediata hacia ellos. Y pensé con cierto orgullo: “aquí la gente sí puede protestar y oponerse a las cosas sin temor a ser apaleada”.
      Pero eso, tampoco era cierto. Las imágenes del 27 de mayo me dejaron helada. Tras vivir en México tanto tiempo, la policía aquí me parecía el organismo más amable del mundo. Estaba convencida de que pasaban por rigurosos exámenes que impedían que se contratara a gente que mostrara personalidades violentas y que el diálogo era la vía principal de los gobiernos. Al parecer, otro mito creado en mi mente, sacado de quién sabe qué sueño utópico.
      Hoy, el “allí, de donde yo vengo”, que con tanta nostalgia repetía a veces en mi mente soñadora, no lo puedo decir con orgullo. Aunque quizás sí puedo decir con esperanza: “allí, de donde yo vengo”, un grupo de personas se están levantando por todos nosotros. Y lo único que piden es que les dejemos hacer y, si es posible, un poco de apoyo.